Los discursos fundamentales son el hablar de la comunicación con lenguaje y el representar, que consiste en confeccionar un objeto con palabras. Estos discurso son incompatibles, como lo son el decir y el hacer. Si se representa no se habla. Y si en el hablar se representa el pasado, la representación se inicia hablando, y puede mantenerse un tiempo, pero este hablar se descompone, es una dualidad presente pasado es inestable. La relación temporal que se establece en la conversación ordinaria entre el presente (el hablar actual) con el pasado (la representación del suceso ocurrido), se disocia. De los dos elementos solo quedará uno: si se mantiene la comunicación y se vuelve al presente, continúa el hablar, pero si la representación ocupa todo el cuerpo de la actividad, la comunicación desaparece, y resulta una actividad con lenguaje diferente, sin comunicación, una acción confeccionadora de representaciones. Los elementos, hablar y representar se disocian, Y cuando el suceso se disocia deja de ser pasado.
Cuando están unidos, la primacía la tiene el hablante, y hay una relación temporal entre presente y pasado. El acto de hablar es presente y lo representado es pasado. Se puede decir que todo lo contado es antes del ahora del contar. Pero si la representación es la actividad primordial, ya no hay nadie que la refiera. No hay comunicación. Nadie la sitúa en el tiempo. Carece de capacidad deíctica, ya no tiene deixis; la representación no tiene presente ni pasado ni ahora ni luego. El lenguaje es atemporal.
Pero recuperará referencias temporal de otra forma, cuando alguien lo lea o presencie el suceso representado. En la contemplación de la lectura aparece el presente del lector y la articulación temporal interna del suceso en la representación, su encadenamiento de acciones. Y el lector que circula como el tren por la vía del texto, la va haciendo presente en cada momento sucesivo, y en este recorrer la historia se va formando un presente fugitivo, se va actualizando en la imaginación del que lee. Pero al tiempo se va convirtiendo en pasado lo que queda atrás, lo que ya es anterior de la linealidad del texto. La referencia al tiempo que no puede darlo la lengua representada, la da el acto de lectura.
Para entender la representación se necesita separar la representación de lo representado o al menos distinguirlo. Todo el texto de la narración lleva al mundo representado. Y en la contemplación de ese mundo, con la imaginación captada por él, se disuelve la comunicación hablada: el yo el tú, los elementos que nos rodean, el tiempo en que habitamos, el lugar y la hora del día, desaparecen ante el espectáculo del mundo creado; y hasta el mismo texto que nos lleva a él, parece que se esfuma.
Con la representación se llega a vivir en el hechizo enajenante del mundo creado. La historia bien contada atrapa y embruja. Y no hay otro camino para acceder a ese mundo que las palabras, como objeto construido. El objeto, el texto de la narración, el que aquí es materia de estudio. Quizá este fenómeno enajenante, del que cualquier lector puede tener experiencia, lleve a entender mejor la primacía de la representación frente al discurso del hablante, al que llamamos narrador. Ambos discursos pueden crear el mundo representado, pero el hablar de un narrador en vivo no es seductor ni es primordial. La representación sí lo es. Y a su lado, un hablante, como lo es el narrador, resulta irreal y estructuralmente dependiente.
Por todo ello, en el estudio de un texto narrativo y en su escritura hay que poner mucha atención a la forma del texto. Entre otras cosas hay que agudizar la sensibilidad para percibir si alguien habla. Cuando alguien habla no hay representación. Señal inequívoca. Pero el texto de la narración es un compuesto de diferentes discursos. Hay que tener en cuenta que el poder de enajenación lleva a no percibir elementos, que corresponden a las relaciones de la sintaxis oracional, que podrían atribuirse a un hablante. Me refiero a relaciones lógicas, causales o ilaciones gramaticales y conectores entre frases que no deben tenerse en cuenta, aunque denoten la racionalidad o pensamiento, un hablante, porque no las percibe una lectura que busca vivir en el mundo representado como es la lectura narrativa más normal.
José Antonio Valenzuela
