Sánchez Adalid: 30 Doblones de oro, libro VII, capítulo 2, páginas 236-240.
Una mañana de aquellas zarparon los cuatro galeones. Los despidieron con salvas de cañón desde las torres. Subimos a las alturas para verlos. Mientras se alejaban por el estuario, los marineros decían con rabia:
—¡Ya se van esos! Anden con Dios…
—Para lo que nos han beneficiado, mejor no haber venido.
—Ahora nos dejan otra vez aquí, a merced de los moros.
—Deberíamos haberles arrebatado los navíos para huir de aquí…
Y yo también participaba de aquel arrebato de odio, al sentir que con la escuadra se iban nuestros sueños y nos quedábamos en el mayor de los desamparos.
Apenas cuatro días después, un sábado 26 de abril de aquel año de 1681, una quietud especial y un silencio dormido envolvían San Miguel de Ultramar; respirándose una brisa mansa, que venía del mar y arrastraba el aroma de las amarillas anémonas de las laderas. Cuando el sol se ocultaba ya en el poniente despejado, después de que sonaran las campanadas que marcaban las siete de la tarde, una tras otra, espaciadas, monocordes, repentinamente se inició un repiqueteo violento, desigual y estridente en las dos iglesias de la fortaleza.
—¡Alerta! —gritaron arriba los centinelas—. ¡Moros! ¡Alerta! ¡Moros, moros, moros…! ¡Alerta!
Todas las miradas se dirigieron a las alturas.
Las siluetas de los campanarios y, algo más lejos, las robustas formas de las torres se recortaban sobre el ciclo violáceo del ocaso. Las voces preguntaban:
—¿Qué ocurre?
—¿Por qué tocan?
—¿Qué diablos está pasando?
La gente se quedó momentáneamente paralizada; pero, un instante después, empezó el abrirse y cerrarse de las puertas y ventanas, las carreras, los gritos, el alboroto del pánico… Y las campanas no cesaban: tan, tan, tan…, llamando a rebato de manera ensordecedora, mientras en las almenas las voces cada vez más desgarradas de los centinelas anunciaban:
—¡Moros, moros, moros…! ¡Alerta, alerta, alerta…!
Un tropel de hombres, como una estampida, cruzó el barrio en dirección a las rampas, y luego se vio al gentío seguirles subiendo por las escaleras, atropelladamente. Yo también eché a correr y no tardé en encaramarme en lo más alto de los muros, después de ascender a saltos por una empinada escarpa.
—¡Allí, allí…! —señalaban los dedos.
Miré hacia el sur, donde estaban fijos todos los ojos: el negrear de una hilera de hombres y animales, caballos, mulas y camellos venía desplazándose lentamente, levantando polvo. En torno a mí, por todas partes, exclamaban:
—¡Moros! ¡Son los moros! ¡Un ejército de moros! ¡Dios nos asista!…
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, ante la presencia de aquella intempestiva amenaza que se aproximaba a la par que las sombras de la noche.
En la fortaleza no pararon de sonar los pífanos, las trompetas, las órdenes, los lamentos… La población iba de un lado para otro, inquieta, augurando los males posibles: asedio, asalto, derrota, cautiverio, degüello… Y los más viejos, que habían sobrevivido a otros ataques precedentes de los moros, decían más tranquilos:
—Ya están aquí, como cada año… Esto tenía que llegar; tarde o temprano tenía que llegar…
—Con la primavera, ya se sabe: ¡moros!
—Todos los años lo mismo…
Entrada la noche se cernió sobre La Mamora una calma espesa y a la vez interrogativa. Allá abajo, al pie de la loma, los enemigos iniciaron un estruendo de tambores, como un tronar que retumbaba en los montes cercanos, y encendieron hogueras en una gran extensión. La visión era como para ponerse a temblar…
También en nuestra parte de la fortaleza, en el centro de la plaza principal, se amontonó madera suficiente para encender un gran fuego, en torno al cual se celebró una especie de consejo. Toribio de Ceuta, el alcaide, se puso en medio de la gente rodeado por sus hombres de confianza. Las preguntas cargadas de ansiedad le llovían alrededor:
–¿Y ahora qué haremos?
—¿Cómo vamos a defendernos?
—Dinos lo que tenemos que hacer…
El Ceutí parecía muy poca cosa para dar respuestas a interpelaciones tan angustiadas: pequeño, contrahecho, nada en él se asemejaba lo más mínimo a la figura de un gran líder. Sin embargo, aquel medio hombre ocultaba dentro de sí todas las cualidades para el gobierno; si no fuera así, no estaría amparado por sus rudos subalternos, que cumplían a pies juntillas todo lo que mandaba, cualquier cosa que fuese.
—¡Silencio! —ordenaron estos—. ¡A callar todo el mundo! ¡El alcaide va a hablar!
Reinó un mutismo absoluto, obediente y expectante. Toribio se adelantó, sosteniendo una antorcha que iluminaba su rostro, y habló con voz segura, cargada de dominio.
—Lo que tanto temíamos ya está aquí, lo de cada año —empezó diciendo—; lo que tenía que pasar, lo que veníamos advirtiendo, lo que era lógico y natural… ¡Los moros vienen a por La Mamora! ¡Vienen a por nosotros! Vienen a intentar echarnos mano…
Un intenso murmullo se elevó de aquella humanidad indigente y sobrecogida.
—¡Silencio! —gritaron los brutos adjuntos—. ¡Todo el mundo a callar!
El alcaide prosiguió con aparente serenidad:
—Los moros vienen por La Mamora y esta vez parecen estar resueltos a hacerse con la presa… Nuestras vidas, en efecto, peligran; todos estamos ciertos de esta triste realidad; no somos niños, sabemos muy bien lo que nos espera… Pero…, amigos, ¡compadres!, no vamos a consentir que nos rebanen el cuello a la primera. ¡No, eso no! Buscaremos una salida, haremos uso de nuestra inteligencia y trataremos por todos los medios de salvar los pellejos… ¿Confiáis en mí, compadres?
—Sí, sí, sí… ¡Dinos lo que hay que hacer! ¡Muéstranos tu plan! ¡Te seguiremos en todo!
El pequeño Toribio se creció ante esta adhesión incondicional, hizo girar la antorcha en la negrura de la noche y dijo:
—Ahora, compadres, ¡todos a descansar! Procurad dormir, que nos esperan días de fatigas… Y dejadlo todo en mis manos. Ahora es ya de noche y nada debemos temer por el momento. Pero mañana, cuando amanezca, mis hombres y yo pondremos manos a la obra para tratar de salvar a cualquier precio .la vida de todos vosotros. ¿Confiáis en mí, compadres?
—Sí, sí, sí… ¡Claro que confiamos, alcaide! ¡Haz lo que tengas que hacer!
A pesar del consejo de Toribio, no creo que nadie pudiera pegar ojo esa noche, ni siquiera él mismo. Yo por lo menos no dormí ni un solo momento, cavilando sobre el peligro que se cernía sobre nosotros. Y acordándome de Fernanda, se me presentaban todos los males. ¿Estaría ella bien? ¿Cómo vivirían la amenaza en la ciudadela? Y daba vueltas y vueltas en el duro suelo, pensando en las palabras del enigmático Toribio: ¿qué se proponía? ¿Cuál era su plan? ¿Qué quería decir con aquello de tratar de salvar a cualquier precio nuestras vidas?…
Comentario
Este capítulo está escrito en tercera persona, pero la novela es autobiográfica. Un personaje, Cayetano, interviene alguna vez como narrador de los hechos. La acción se desarrolla en interior le una fortaleza española en África y rodeada de moros, que van a asaltarla. Refiere las acciones del colectivo de la fortaleza y en tercera persona. Cayetano, no se dice su nombre en este capítulo, habla como personaje, pero él no narra el capítulo, nadie lo cuenta, está representado. Solamente un párrafo podría atribuirse a otro narrador, que evidentemente no es Cayetano. Alguien, que sabe, dice cosas del Ceutí.
El Ceutí parecía muy poca cosa para dar respuestas a interpelaciones tan angustiadas: pequeño, contrahecho, nada en él se asemejaba lo más mínimo a la figura de un gran líder. Sin embargo, aquel medio hombre ocultaba dentro de sí todas las cualidades para el gobierno; si no fuera así, no estaría amparado por sus rudos subalternos, que cumplían a pies juntillas todo lo que mandaba, cualquier cosa que fuese.
De modo que este capítulo de una novela autobiográfica tiene dos narradores, el personaje narrador y otro narrador que no es personaje. Y esto es así, porque el personaje-narrador deja de hablar y tenemos la representación objetiva, que no dice él. Pero en ella habla otro, y aunque sea poco, se deduce que puede haber dos narradores.
Para sintonizar con la escena métete dentro de la fortaleza asediada, con temor por la vida o con pánico de caer en la esclavitud en tierra de moros.
EJERCICIO
El ejercicio consiste en que el alumno o aprendiz de escritor, deslinde los estratos y observe cómo está escrito.
Primero, se le pide que retire el lenguaje directo, los diálogos, y también sus verbos de lengua introductores, estos según le parezca oportuno. ─ ¡Qué sencillo! Retira las frases con guiones y te queda la narración sin diálogos.
Segundo, se le pide que quite lo que dice Cayetano. Es un personaje, o habla como narrador, no lleva guiones.
Sencillo, retira las frases con el yo que habla. Dejaremos un texto en el que nadie hable. La solución es ésta
Una mañana de aquellas zarparon los cuatro galeones. Los despidieron con salvas de cañón desde las torres. Subimos a las alturas para verlos. Mientras se alejaban por el estuario, los marineros decían con rabia:
Y yo también participaba de aquel arrebato de odio, al sentir que con la escuadra se iban nuestros sueños y nos quedábamos en el mayor de los desamparos.
Apenas cuatro días después, un sábado 26 de abril de aquel año de 1681, una quietud especial y un silencio dormido envolvían San Miguel de Ultramar; respirándose una brisa mansa, que venía del mar y arrastraba el aroma de las amarillas anémonas de las laderas. Cuando el sol se ocultaba ya en el poniente despejado, después de que sonaran las campanadas que marcaban las siete de la tarde, una tras otra, espaciadas, monocordes, repentinamente se inició un repiqueteo violento, desigual y estridente en las dos iglesias de la fortaleza.
Todas las miradas se dirigieron a las alturas.
Las siluetas de los campanarios y, algo más lejos, las robustas formas de las torres se recortaban sobre el ciclo violáceo del ocaso.
La gente se quedó momentáneamente paralizada; pero, un instante después, empezó el abrirse y cerrarse de las puertas y ventanas, las carreras, los gritos, el alboroto del pánico… Y las campanas no cesaban: tan, tan, tan…, llamando a rebato de manera ensordecedora, mientras en las almenas las voces cada vez más desgarradas de los centinelas anunciaban:
Un tropel de hombres, como una estampida, cruzó el barrio en dirección a las rampas, y luego se vio al gentío seguirles subiendo por las escaleras, atropelladamente. Yo también eché a correr y no tardé en encaramarme en lo más alto de los muros, después de ascender a saltos por una empinada escarpa.
Miré hacia el sur, donde estaban fijos todos los ojos: el negrear de una hilera de hombres y animales, caballos, mulas y camellos venía desplazándose lentamente, levantando polvo. En torno a mí, por todas partes, exclamaban:
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, ante la presencia de aquella intempestiva amenaza que se aproximaba a la par que las sombras de la noche.
En la fortaleza no pararon de sonar los pífanos, las trompetas, las órdenes, los lamentos… La población iba de un lado para otro, inquieta, augurando los males posibles: asedio, asalto, derrota, cautiverio, degüello… Y los más viejos, que habían sobrevivido a otros ataques precedentes de los moros, decían más tranquilos:
Entrada la noche se cernió sobre La Mamora una calma espesa y a la vez interrogativa. Allá abajo, al pie de la loma, los enemigos iniciaron un estruendo de tambores, como un tronar que retumbaba en los montes cercanos, y encendieron hogueras en una gran extensión. La visión era como para ponerse a temblar…
También en nuestra parte de la fortaleza, en el centro de la plaza principal, se amontonó madera suficiente para encender un gran fuego, en torno al cual se celebró una especie de consejo. Toribio de Ceuta, el alcaide, se puso en medio de la gente rodeado por sus hombres de confianza. Las preguntas cargadas de ansiedad le llovían alrededor:
El Ceutí parecía muy poca cosa para dar respuestas a interpelaciones tan angustiadas: pequeño, contrahecho, nada en él se asemejaba lo más mínimo a la figura de un gran líder. Sin embargo, aquel medio hombre ocultaba dentro de sí todas las cualidades para el gobierno; si no fuera así, no estaría amparado por sus rudos subalternos, que cumplían a pies juntillas todo lo que mandaba, cualquier cosa que fuese.
Reinó un mutismo absoluto, obediente y expectante. Toribio se adelantó, sosteniendo una antorcha que iluminaba su rostro, y habló con voz segura, cargada de dominio.
Un intenso murmullo se elevó de aquella humanidad indigente y sobrecogida.
El alcaide prosiguió con aparente serenidad:
El pequeño Toribio se creció ante esta adhesión incondicional, hizo girar la antorcha en la negrura de la noche y dijo:
A pesar del consejo de Toribio, no creo que nadie pudiera pegar ojo esa noche, ni siquiera él mismo. Yo por lo menos no dormí ni un solo momento, cavilando sobre el peligro que se cernía sobre nosotros. Y acordándome de Fernanda, se me presentaban todos los males. ¿Estaría ella bien? ¿Cómo vivirían la amenaza en la ciudadela? Y daba vueltas y vueltas en el duro suelo, pensando en las palabras del enigmático Toribio: ¿qué se proponía? ¿Cuál era su plan? ¿Qué quería decir con aquello de tratar de salvar a cualquier precio nuestras vidas?…
¡Tercero, Ah! parece que todavía queda alguien que habla.
No tan sencillo. Busca la frase. La solución está marcada aquí:
Una mañana de aquellas zarparon los cuatro galeones. Los despidieron con salvas de cañón desde las torres. Subimos a las alturas para verlos. Mientras se alejaban por el estuario, los marineros decían con rabia:
Apenas cuatro días después, un sábado 26 de abril de aquel año de 1681, una quietud especial y un silencio dormido envolvían San Miguel de Ultramar; respirándose una brisa mansa, que venía del mar y arrastraba el aroma de las amarillas anémonas de las laderas. Cuando el sol se ocultaba ya en el poniente despejado, después de que sonaran las campanadas que marcaban las siete de la tarde, una tras otra, espaciadas, monocordes, repentinamente se inició un repiqueteo violento, desigual y estridente en las dos iglesias de la fortaleza.
Todas las miradas se dirigieron a las alturas.
Las siluetas de los campanarios y, algo más lejos, las robustas formas de las torres se recortaban sobre el ciclo violáceo del ocaso.
La gente se quedó momentáneamente paralizada; pero, un instante después, empezó el abrirse y cerrarse de las puertas y ventanas, las carreras, los gritos, el alboroto del pánico… Y las campanas no cesaban: tan, tan, tan…, llamando a rebato de manera ensordecedora, mientras en las almenas las voces cada vez más desgarradas de los centinelas anunciaban:
Un tropel de hombres, como una estampida, cruzó el barrio en dirección a las rampas, y luego se vio al gentío seguirles subiendo por las escaleras, atropelladamente.
En la fortaleza no pararon de sonar los pífanos, las trompetas, las órdenes, los lamentos… La población iba de un lado para otro, inquieta, augurando los males posibles: asedio, asalto, derrota, cautiverio, degüello… Y los más viejos, que habían sobrevivido a otros ataques precedentes de los moros, decían más tranquilos:
Entrada la noche se cernió sobre La Mamora una calma espesa y a la vez interrogativa. Allá abajo, al pie de la loma, los enemigos iniciaron un estruendo de tambores, como un tronar que retumbaba en los montes cercanos, y encendieron hogueras en una gran extensión. La visión era como para ponerse a temblar…
También en la fortaleza, en el centro de la plaza principal, se amontonó madera suficiente para encender un gran fuego, en torno al cual se celebró una especie de consejo. Toribio de Ceuta, el alcaide, se puso en medio de la gente rodeado por sus hombres de confianza. Las preguntas cargadas de ansiedad le llovían alrededor:
El Ceutí parecía muy poca cosa para dar respuestas a interpelaciones tan angustiadas: pequeño, contrahecho, nada en él se asemejaba lo más mínimo a la figura de un gran líder. Sin embargo, aquel medio hombre ocultaba dentro de sí todas las cualidades para el gobierno; si no fuera así, no estaría amparado por sus rudos subalternos, que cumplían a pies juntillas todo lo que mandaba, cualquier cosa que fuese.
Reinó un mutismo absoluto, obediente y expectante. Toribio se adelantó, sosteniendo una antorcha que iluminaba su rostro, y habló con voz segura, cargada de dominio.
Un intenso murmullo se elevó de aquella humanidad indigente y sobrecogida.
El alcaide prosiguió con aparente serenidad:
El pequeño Toribio se creció ante esta adhesión incondicional, hizo girar la antorcha en la negrura de la noche y dijo:
Este capítulo de una novela autobiográfica tiene dos narradores, el personaje narrador y otro narrador que no es personaje.
Cuarto, ya nadie habla, todos los hablantes han sido degollados.
En el resto que nos queda, separa las frases en perfectos simples, este es el núcleo, de las frases con verbos en imperfectos. La solución la dejo marcada.
Pon el texto en dos columnas, léelas separadamente. ¿No me digas que no eres capaz de comentar la diferencia entre el argumento de las acciones y la descripción de la escena?
Intenta situarte en la fortaleza, La Mámora, cuyas ruinas se encuentran cerca de la ciudad marroquí de Mehdía. ¡Tiembla!
Todas las miradas se dirigieron a las alturas.
Las siluetas de los campanarios y, algo más lejos, las robustas formas de las torres se recortaban sobre el ciclo violáceo del ocaso.
La gente se quedó momentáneamente paralizada; pero, un instante después, empezó el abrirse y cerrarse de las puertas y ventanas, las carreras, los gritos, el alboroto del pánico… Y las campanas no cesaban: tan, tan, tan…, llamando a rebato de manera ensordecedora, mientras en las almenas las voces cada vez más desgarradas de los centinelas anunciaban:
Un tropel de hombres, como una estampida, cruzó el barrio en dirección a las rampas, y luego se vio al gentío seguirles subiendo por las escaleras, atropelladamente.
En la fortaleza no pararon de sonar los pífanos, las trompetas, las órdenes, los lamentos… La población iba de un lado para otro, inquieta, augurando los males posibles: asedio, asalto, derrota, cautiverio, degüello… Y los más viejos, que habían sobrevivido a otros ataques precedentes de los moros, decían más tranquilos:
Entrada la noche se cernió sobre La Mamora una calma espesa y a la vez interrogativa. Allá abajo, al pie de la loma, los enemigos iniciaron un estruendo de tambores, como un tronar que retumbaba en los montes cercanos, y encendieron hogueras en una gran extensión. La visión era como para ponerse a temblar…
También en la fortaleza, en el centro de la plaza principal, se amontonó madera suficiente para encender un gran fuego, en torno al cual se celebró una especie de consejo. Toribio de Ceuta, el alcaide, se puso en medio de la gente rodeado por sus hombres de confianza. Las preguntas cargadas de ansiedad le llovían alrededor:
El Ceutí parecía muy poca cosa para dar respuestas a interpelaciones tan angustiadas: pequeño, contrahecho, nada en él se asemejaba lo más mínimo a la figura de un gran líder.
Reinó un mutismo absoluto, obediente y expectante. Toribio se adelantó, sosteniendo una antorcha que iluminaba su rostro, y habló con voz segura, cargada de dominio.
Un intenso murmullo se elevó de aquella humanidad indigente y sobrecogida.
El alcaide prosiguió con aparente serenidad:
El pequeño Toribio se creció ante esta adhesión incondicional, hizo girar la antorcha en la negrura de la noche y dijo:
FIN
José Antonio Valenzuela Cervera