Texto para comentar. El nido.

Texto para comentar. El nido.

PÉREZ-AVELLO, C.:  El nido, en Antología de premios «Hucha de Oro» . Madrid, 1969

Este texto sirve para ejemplificar el nucleo y el plano de imperfectos.

A continuación del texto coloco una tabla en la que se separan estos estratos.

En la tabla se omiten los diálogos, estratos no mostrativos.

Clave de este texto es que la historia contada dos veces y se basa en una anécdota brevísima.

PÉREZ-AVELLO, C.:  El nido, en Antología de premios «Hucha de Oro» . Madrid, 1969

Texto completo

Calóse el sombrero de paja. Bebió ávidamente del botijo puesto al amparo del rincón umbrío. Probó una vez más entre los dedos el filo de la hoz, y salió hacia el trigal, entornando sin ruido el portón para no golpear la siesta de los que dormían.

Siesta de agosto.

El sol vertía todo el fuego sobre la llanada: abochornaba el aire, encendía la vertiente de los tejados, agrietaba la tierra de los senderos, mientras las cigarras, con un esfuerzo monótono y tenaz, pretendían limar el silencio del campo.

Antonio andaba su camino con paso largo, casi marcial. El movimiento airoso provocaba el centelleo del sol en la hoz recién afilada, capaz de cortar la brisa si la hubiera.

Desde la sombra mullida del pajar, gritóle Manolón, en un desperezo de la siesta:

  • Antonio, ¿estás loco?
  • No.
  • Pues lo parece.
  • Eso es lo de menos.
  • ¡Vaya una hora para segar!
  • Para eso siempre será buena.
  • ¡Con este sol!
  • Con este y con veinte más que hubiera.
  • ¡Dale!
  • Al trigal es a quien le voy a dar.
  • ¡Loco! Espera que baje el calor.
  • ¿Esperar? ¡Como si pudiera!

Y cuando se alejaba le volvió a gritar Manolón:

  • ¡Antonio! ¡Locooo! …

Acortaba la distancia y crecíale allá dentro el afán incontenible de estrenar la siega. Sentir cuanto antes en la mano ancha y morena de labrador, el manojo de espigas apretado y rubio.

Por los aledaños del pueblo, cerca ya de los chopos y del río, oyó la voz de Roque en el ventano pintado de azul:

  • Pero ¿no contrataste segadores?
  • Contraté.
  • Para mañana, según dicen.
  • Para mañana.
  • ¿Entonces?
  • Quiero estrenarlo yo.
  • Tanto tira el trigal?
  • Tanto.
  • ¡Pues, anda! ¡Por gusto te derrites!
  • El sendero, antes de morir en el trigal, pasaba cerca del río. Aquel agosto quemante había disminuido mucho su caudal. Dejó descubiertas, como descarnadas, las grandes piedras de las orillas. No era el mismo río de corriente recia en el invierno y de retumbo fresco en primavera, cuando enriquecido por el agua que bajaba de los neveros serranos, rompe en espuma sobre los pedregones y se riza bajo los arcos del puente.

    Al pasar bajo los chopos, Antonio dio un silbido largo. Era el saludo amistoso, de otras veces, correspondido siempre con fina cortesía de gorjeos. La siesta de fuego tenía los pájaros como disecados entre las ramas y ninguno le contestó.

    Llegó al trigal.

    Las espigas grávidas estaban ya cansadas de sol. De aquel disco de fuego colgado en el espacio rabiosamente azul y limpio de nubes. Una y otra vez, muchas veces, pasóse el pañolón de cuadros por la frente, puestos los ojos complacidos en la mies.

    «Santo Dios, qué cosecha. Y el trigal es de uno hasta más allá del ribazo. Y por aquella parte hasta las encinas. ¡Que diga Roque lo que quiera! ¿Tanto tira el trigal? Tanto. Del trabajo y del ahorro de uno salió el poder comprar la tierra. Y ahora…. ahora la cosecha.»

    Empuñó la hoz y comenzó segar. Los ojos acariciaban las espigas estallantes, gruesas. Eran un milagro rubio de la tierra morena. Todo porque Dios quiso decir: «Que estos terrones se conviertan en pan». El pan de Teresa y el de Toño. El pan suyo y el de esos otros, desconocidos y lejanos, hacia los que corre, cargado de sacos henchidos, el mercancías de las cuatro.

    Antonio abarcaba grandes manojos, y el golpe certero de la hoz abatía los tallos con un crujido tierno como el del pan que vendrá después.

    Pasó resoplando bajo el calor el tren de media tarde. Era una palpitación fugaz en el paisaje muerto. El traqueteo de los vagones perdióse en la llanura, tensa de la lejanía.

    Fue entonces cuando al apartar el segador uno de los manojos, quedó casi al descubierto un nido gris, apretado y perfecto. Era como otro milagro al amparo del milagro de la mies.

    Antonio soltó la hoz como sin pretenderlo. Quedóse inmóvil, absorto, con las manos en la cintura, con los ojos clavados en los pájaros.

    «Son tres»  – dijo.

    Vestían el escaso plumón de los primeros días. Con esfuerzo  violento abrían el pico insaciable, rebeteado de amarillo chillón, en una espera anhelante y segura. Y ahora, así de pronto, a golpe de hoz, quedaban sin el cobijo de las espigas, sin la defensa enrejada y firme de los tallos.

    «Madre de Dios, qué desamparo.»

    Antonio seguía inmóvil. Algo le golpeaba el corazón al contemplar el nido. Pero y ¿qué? ¿Acaso tenía él la culpa del mal trance de estos pájaros? ¿No saben ellos, los padres, que en las calendas de labrador llega el tiempo de recoger la mies?

    Dejó de segar por aquella parte y fuese con la hoz más cerca del río. Desde allí se veía muy bien todo el conjunto del pueblo. Hoy parecía más pegado a la tierra… Todo era así, como la palma de la mano: sin cumbres de serranías, sin tajos violentos, sin quebradas ni oteros. La casa de Antonio reverberaba al sol con el grito del albayalde, con el marco acariciador de las higueras de San Juan.

    Un nido.

    «Bueno, ¡y qué! Ya estoy otra vez pensando en aquellos. Esos tres de más arriba. No sé… Pero; ¡al diablo! ¡Con este calor! Con vida los dejé. Es bastante. Bueno, eso de bastante… Algo más pudo ser».

    El reloj de la torre tocó las cinco.

    Dejó de segar. Cogió un manojo grande para llevárselo a casa. Miró con apetencia el agua del río, y encaminóse decidido hacia el pueblo.

    «Lo cierto es que mañana vendrán los otros al amanecer y acabaremos la siega. Pasará el carro de Adolfo y aplastará el nido como si fuera un sapo. Y por si fuera poco, los galgos del médico vendrán antes de salir el sol a oler la caza…»

    De pronto se detuvo. Puso la mano como visera al borde del ala del sombrerón.

    «Ya está el muy gitano llamándome.»

    Toño, moreno y vivaracho, tocaba con fuerza, desde la sombra de las higueras, la corneta de la última feria.

    Antonio dio un giro casi violento. Volvió al trigal. Cogió el nido en el cuenco de las manos. Acercóse a la encina plantada cerca del sendero y centró el nido en el ángulo de dos ramas asegurándolo aún más con el pañuelo de cuadros.

    Cuando se alejaba, rondaban los padres, con aleteo gozoso, la copa de la encina.

     

    Texto sin diálogos con estratos separados

    Calóse el sombrero de paja.  
    Bebió ávidamente del botijo puesto al amparo del rincón umbrío.  
    Probó una vez más entre los dedos el filo de la hoz, y  
    salió hacia el trigal, entornando sin ruido el portón para no golpear la siesta de los que dormían.  
      Siesta de agosto. El sol vertía todo el fuego sobre la llanada:
       abochornaba el aire,
       encendía la vertiente de los tejados,
      agrietaba la tierra de los senderos, mientras las cigarras, con un esfuerzo monótono y tenaz, pretendían limar el silencio del campo.
      Antonio andaba su camino con paso largo, casi marcial.
      El movimiento airoso provocaba el centelleo del sol en la hoz recién afilada, capaz de cortar la brisa si la hubiera.
    Desde la sombra mullida del pajar, gritóle Manolón, en un desperezo de la siesta:
    Y cuando se alejaba le volvió a gritar Manolón:
      Acortaba la distancia y
      crecíale allá dentro el afán incontenible de estrenar la siega.
    Por los aledaños del pueblo, cerca ya de los chopos y del río, oyó la voz de Roque en el ventano pintado de azul:
      El sendero, antes de morir en el trigal, pasaba cerca del río
    Al pasar bajo los chopos, Antonio dio un silbido largo.
    Era el saludo amistoso, de otras veces, correspondido siempre con fina cortesía de gorjeos.
    La siesta de fuego tenía los pájaros como disecados entre las ramas y
    ninguno le contestó.
    Llegó al trigal.  
      Las espigas grávidas estaban ya cansadas de sol. De aquel disco de fuego colgado en el espacio rabiosamente azul y limpio de nubes.
    Una y otra vez, muchas veces, pasóse el pañolón de cuadros por la frente, puestos los ojos complacidos en la mies.
    Empuñó la hoz y  
     comenzó segar.
    Los ojos acariciaban las espigas estallantes, gruesas.
       Antonio abarcaba grandes manojos, y
    el golpe certero de la hoz abatía los tallos con un crujido tierno
    Pasó resoplando bajo el calor el tren de media tarde.  
      Era una palpitación fugaz en el paisaje muerto
     El traqueteo de los vagones perdióse en la llanura, tensa de la lejanía.  
    Fue entonces cuando al apartar el segador uno de los manojos, quedó casi al descubierto un nido gris, apretado y perfecto.
    Era como otro milagro al amparo del milagro de la mies.
    Antonio soltó la hoz como sin pretenderlo.
    Quedóse inmóvil, absorto, con las manos en la cintura, con los ojos clavados en los pájaros.  
      Vestían el escaso plumón de los primeros días.
    Con esfuerzo  violento abrían el pico insaciable, ribeteado de amarillo chillón, en una espera anhelante y segura.
      Antonio seguía inmóvil.
       Algo le golpeaba el corazón al contemplar el nido.
    Dejó de segar por aquella parte y  
    fuese con la hoz más cerca del río.
       Desde allí se veía muy bien todo el conjunto del pueblo.
      Hoy parecía más pegado a la tierra…
      Todo era así, como la palma de la mano: sin cumbres de serranías, sin tajos violentos, sin quebradas ni oteros.
       La casa de Antonio reverberaba al sol con el grito del albayalde, con el marco acariciador de las higueras de San Juan.
    El reloj de la torre tocó las cinco.
    Dejó de segar.  
    Cogió un manojo grande para llevárselo a casa.  
    Miró con apetencia el agua del río, y  
     encaminóse decidido hacia el pueblo.
    De pronto se detuvo.
    Puso la mano como visera al borde del ala del sombrerón.  
    . Toño, moreno y vivaracho, tocaba con fuerza, desde la sombra de las higueras, la corneta de la última feria
    Antonio dio un giro casi violento.
    Volvió al trigal.  
    Cogió el nido en el cuenco de las manos.  
     Acercóse a la encina plantada cerca del sendero y  
    centró el nido en el ángulo de dos ramas asegurándolo aún más con el pañuelo de cuadros.
      Cuando se alejaba, rondaban los padres, con aleteo gozoso, la copa de la encina.

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