La representación y la ficción

La secuencia entre hablar, representar y narrar es la que se observa en el despliegue del uso del lenguaje. La comunicación hablada es el primer empleo de la lengua. La oralidad y la comunicación es la cuna del lenguaje. El hablar, como primer uso, es naturalmente un acto de presente y se mencionan las realidades presentes. En un segundo momento se adoptará como referencia las realidades del pasado. En presente y desde él se habla de lo que pasó. Cuando se habla del pasado se cuenta un suceso, la vida de la que se habla son los sucesos ocurridos

En la comunicación pueden intervenir muchas personas, pero usar la palabra corresponde a una sola, las restantes son pasivas, al menos hasta que les llega el turno y pueden intervenir activamente

Los que escuchan, la audiencia, no tienen número definido, todos y cada uno están pendientes de la persona que relata lo pasado. Entre ambas partes se establece un compromiso, un hecho vivencial, real, que conlleva consecuencias: liga las conductas.  El hablante se impone con su persona y su voz, con sus gestos, con su aspecto incluso, con su actualidad presente, sobre el oyente o los oyentes, que están como obligados a no desentenderse de la comunicación establecida. No pueden o no deben, por compromiso, interés o educación, apartar su atención de quien les habla. Tampoco en el caso de que hable de un pasado que no conocieron

Pero este compromiso de escuchar al hablante  se debilita, quizá el oyente bosteza y se ausenta de la comunicación establecida, distrayéndose o desperdigándose en otras cosas. Aunque esa desatención también se ocasiona, por lo contrario, por un reforzamiento del interés. Un interés mayor hacia la historia y menor hacia el hablante. La representación que confecciona el hablante, hace que la atención se centre en la misma historia y se desconecte de quien la relata. Y sucede que el hablante puede tener también este propósito. Y no reclama la atención sobre sí y no habla de sí mismo, muestra los hechos en tercera persona, desaparece, confecciona una mostración objetiva y quiere que la historia representada atraiga el interés.

El oyente inclina la atención sobre el asunto y pierde interés por el que la cuenta, llegando a perder el contacto con el que hablando la cuenta. Y si el mismo interés tiene el  hablante, la conexión desaparece. Puede llegar a tal punto la enajenación que produce la historia en el oyente, que no perciba la presencia de este que narra. Si el mundo de la historia representada capta toda la atención, se pierde el contacto con el narrador, puesto que la conexión se establece entre el espectador y el mundo representado y desaparece la atención del campo o del elemento mediador.

Se ha establecido un puente por el que se pasa al otro lado del río, y queda prendida la atención en el otro lado; el puente es mero tránsito y se olvida. Se olvida que alguien nos está hablando. Porque en realidad no nos está hablando, lo que está haciendo es abrir una cortina y poner ante su oyente el panorama de la representación, el escenario de un mundo ausente, ya ido y pasado. Puesto que el mundo pasado ya no se puede presenciar, es necesario hacer de él una representación. La presencia, es decir, el presenciarlo, es un espejismo y produce la enajenación. Por lo que se deduce que la representación nace del pasado. Y responde a una necesidad de preservarlo.

La fuerza de la representación provoca la desaparición del hablante narrador, es innecesario, la representación es tercera persona, nadie habla. Es decir, la forma más limpia de representación es la objetiva, sin hablante alguno.

La objetividad se corresponde con la desaparición del narrador. En la representación objetiva no hay hablante ni oyente reales. Este fenómeno es propio de la conducta comunicativa; no pertenece a la estructura interna del lenguaje, pertenece a las relaciones de la vida en las que se emplea el lenguaje. Es la presencia o ausencia del hablar verdadero como hecho experimentable.

Por esta consideración se entiende que, entre el hablar actual de un narrador, entre el acto presente de su persona, entre el discurso que emite, por un lado; y por otro, la representación del pasado, que es solamente lenguaje y texto, que es un objeto presenciable, se produce un contraste y contraposición. Entre el hablante actual presente y la representación del pasado, se origina durante un tiempo un ir y venir de la atención entre polos extremos. Esa es la conversación ordinaria entreverada con relatos pasados. La experiencia común dice que no es fácil atender a dos cosas a la vez: al hablante, con el íntegro compromiso de la comunicación, y a lo representado, con la fuerza de su espejismo.

El hablante se hace ausente y lo ausente -el suceso pasado- se hace presente. El compromiso con el hablante se relaja, se pierde y se diluye la comunicación hablada. Y el narrador ya no hace falta y si aparece será inmanente al texto, porque todo está fuera de la realidad. Y la representación es  todo.

José Antonio Valenzuela